El director vasco Diego Martin-Etxebarria, ganador de la Competición Internacional de Dirección de Tokio, reflexiona sobre su trayectoria, la disciplina japonesa, la ópera en España y el papel del director como motor de ilusión en el escenario y entre el público.
Por Susana Castro
En 2015 te convertiste en el único director español en ganar la Competición Internacional de Dirección de Tokio, un premio que llevaba quince años sin concederse. ¿Cómo recuerdas ese momento y qué significó para ti, tanto a nivel personal como profesional?
Tenía 36 años cuando me presenté a aquella edición del concurso, y ni siquiera contaba con recibir una invitación. Se presentan cientos de candidatos y rara vez se acepta a más de veinte para la primera ronda. Así que recibir la carta de admisión ya fue un premio. En aquella época tenía pocos conciertos, así que pude prepararme y llevar todo el repertorio de memoria. Me ayudó mucho la espectacular preparación técnica de las orquestas japonesas; en todo momento sentí que solo debía preocuparme de las ideas musicales y eso es una maravilla porque te puedes soltar mucho y asumir más riesgos. Según iba avanzando rondas, me sentía más cómodo, y en cuanto sonó la última nota de la Quinta de Chaikovski tuve una sensación buenísima. Como llevaba tanto tiempo quedando el primer premio desierto, incluso cuando iban a anunciarlo y solo quedaba yo como posible ganador, me quedé quietecito por si decían ‘desierto’ otra vez.
Después de aquello todo cambió. La agenda se llenó, me llegaban invitaciones para pruebas como director titular en teatros alemanes; podía conseguir reuniones con managers… Es muy difícil abrirse camino como director; es un trabajo enormemente subjetivo y noticias mediáticas de este tipo ayudan mucho.
Ese galardón te abrió las puertas a trabajar con importantes orquestas japonesas. ¿Qué diferencias encontraste en la forma de trabajar de las orquestas asiáticas respecto a las europeas? ¿Qué aprendizajes te llevaste de esa experiencia?
La cultura de un país marca mucho la manera de trabajar de su ciudadanía y la japonesa es muy disciplinada, respetuosa y eficiente. Si a eso sumamos que las orquestas allí son organizaciones privadas que dependen de la venta de entradas y patrocinios, la parte de eficiencia se convierte en algo primordial. Por otra parte, siento que la relación con el público es más cercana: después de cada concierto se organiza un encuentro con los asistentes para charlar con ellos, hacerse fotos y firmar autógrafos. A mí todo esto me encanta. Creo que nos falta cercanía con el público en la música clásica.
En Alemania yo me encargo de hacer las charlas previas y siempre salgo pronto del camerino a la calle por si alguien quiere comentarme algo al terminar. Los músicos existimos porque alguien quiere escucharnos y hace un esfuerzo de tiempo y dinero para ello; qué menos que darles un poco de cariño.
Te has formado en Weimar, Dresden, Siena… ¿Cómo influyó tu paso por Alemania e Italia en tu forma de entender la dirección de orquesta y de ópera?
Centroeuropa sigue siendo la cuna de la música clásica, así que siempre tuve claro que al menos una temporada de mi vida iba a pasarla en Alemania o Austria. Sin embargo, antes de dar el paso de irme fuera estuve un año en la bolsa de directores de la JONDE, donde coincidí con Riccardo Frizza, un director que me pareció espectacular. Él me recomendó asistir a la Accademia Chigiana con Gianluigi Gelmetti. Decidí pasar los veranos en Siena y, durante el curso académico, estudiar en Alemania. Fueron cuatro años intensos, pero productivos: poder aprender repertorio alemán e italiano en cada uno de sus lugares de origen es un lujo. En España venimos de una tradición principalmente celibidachiana y, al principio, no me resultó fácil cambiar mi corporalidad, especialmente a la técnica tan plástica de los directores italianos. En Alemania, me marcaron Gunter Kahlert y Christian Kluttig, dos profesores veteranos que habían pasado toda su vida en fosos de ópera y conocían todos los trucos del oficio. Es curioso cómo la técnica de la dirección es diferente en cada país y lo bien que se adapta cada una a su repertorio.
Has dirigido más de treinta títulos de ópera. ¿Qué retos tiene para ti enfrentarte a un nuevo título? ¿Qué papel juega el conocimiento de idiomas en tu manera de acercarte a cada obra?
Cada vez que inicio el estudio de una ópera me asombra la cantidad de música que contiene cada partitura y me viene el pensamiento: ‘¿Cómo voy a aprenderme quinientas páginas?’. No deja de sorprenderme que Mozart, Rossini, Donizetti, Verdi o Puccini fueran tan prolíficos. De todos modos, la vida en los teatros de Alemania me ha ayudado a acelerar mucho el proceso y, sobre todo, a sistematizarlo.
Comienzo a partir de la historia. Necesito saber lo que está sucediendo desde el punto de vista teatral para dar sentido a la música, y por eso me parece tan importante entender cada palabra del libreto. Sin duda me siento más cómodo dirigiendo óperas en idiomas que hablo, pero cada vez que he afrontado repertorio checo o ruso he invertido las horas que fueran necesarias para sentirme cómodo con el texto. El drama da sentido a la música y cada lengua tiene un ritmo que afecta a la manera de cantar. Nunca voy con una interpretación cerrada por completo; escucho la propuesta de los cantantes, lo que necesitan y buscamos un compromiso.
Recientemente has dirigido títulos como Amaya de Jesús Guridi en la Quincena Musical de San Sebastián o Ariadne auf Naxos en la Ópera de Tenerife. ¿Cómo valoras el momento actual de la ópera en España?
En España tenemos una primera división espectacular, con grandes teatros programando producciones muy ambiciosas, y con estrellas de la lírica internacional. Pero fuera de las grandes capitales es muy difícil encontrar una oferta operística más popular. Haciendo un símil futbolístico, es como si tuviéramos cinco equipos de Champions League, pero no existiera el fútbol base ni divisiones inferiores. Así es imposible crear una afición generalizada. En Alemania, prácticamente cualquier ciudad de más de 50.000 habitantes tiene teatro de ópera con ensemble propio, y gran vinculación a la ciudad. Creo que esta es la forma de crear afición y permitir que los artistas crezcan progresivamente.
España es el país del todo o nada. Para llegar a cantar papeles protagonistas hay que venir avalado por una carrera internacional muy sólida. Y, por otra parte, no existe una segunda división donde poder desarrollar una carrera menos mediática pero que posiblemente tenga más impacto a la hora de popularizar el género lírico.
En cuanto a las temporadas de ópera existentes, son de primerísimo nivel y se trabaja de lujo. He podido visitar los fosos del Teatro Arriaga, la Zarzuela, el Real, el Campoamor, Tenerife y Palma de Mallorca y en todos los casos es un gusto.
La Ariadne de Tenerife fue espectacular: gran reparto, escenografía cuidada y una orquesta en estado de gracia ante una partitura exigente. El único ‘pero’: no conseguimos llenar las funciones, mientras que un mes después Madama Butterfly sí agotó entradas.
Otro gran ejemplo es Amaya de Guridi, título que ni yo mismo había escuchado antes de que me llegara el encargo de la Quincena. ¡Vaya descubrimiento! Y no solo por la obra, sino también por los artistas que participamos en el proyecto: un reparto cien por cien euskaldun que cumplió con creces. Un resultado excepcional, pero con huecos libres en el patio de butacas; en cambio, una semana después se llenó todo con West Side Story. Necesitamos llenar las salas sin recurrir a los grandes hits de siempre, pero eso solo lo conseguiremos ensanchando la base.

Sueles colaborar con orquestas jóvenes y te gusta trabajar con nuevos talentos. ¿Qué encuentras en la juventud musical que te motiva especialmente como director?
En la vorágine del mundo profesional es fácil perder de vista los motivos por los que la mayoría empezamos a tocar un instrumento: hacer música es divertido. A veces digo que el ser humano tiene la triste capacidad de conseguir que cuando el dinero entra en la ‘casa’ de un hobby, la magia sale por la ‘ventana’. Cada vez que trabajo con orquestas jóvenes siento que regreso al espíritu de aquel niño que tocaba música de películas y pasodobles con el oboe en la banda de la escuela de música de Amurrio.
Has tenido que asumir compromisos de última hora, como en el Teatro Colón o el Festival Krumlov. ¿Cómo se prepara un director para afrontar con éxito una situación así?
En mi caso tengo que admitir que soy poco aventurero y no acepto compromisos de último minuto a no ser que ya tenga el repertorio preparado. Me siento incómodo estudiándome una sinfonía en una noche, aunque técnicamente sea posible. Necesito ir lo suficientemente holgado de estudio como para disfrutar en el escenario, de lo contrario, ¿de qué sirve?
¿Qué repertorios te gustaría abordar próximamente y con qué orquestas o solistas te gustaría colaborar en los próximos años?
Nunca me canso de Mozart y Puccini, aunque hay tantísimo por descubrir… En mayo hice un programa con la Orquesta Nacional de España de autores españoles y fue una maravilla de revelación. ¡Cuánta música fantástica tenemos en nuestra tierra y qué poquito caso le hacemos! Quizás una mezcla de autores clásicos y descubrimientos de ‘Km. 0’ es lo que más me gustaría hacer.
En lo referente a orquestas y solistas, después de 17 años con base en Alemania, tengo ganas de recorrer el mundo. No me puedo quejar porque ya he podido actuar en Japón, Rusia, Colombia y Argentina, pero hay tantas otras posibilidades. Mientras me conservo joven, me gustaría ‘quemar el pasaporte’ y, después, una titularidad cerquita de casa sería estupendo. Por soñar…
¿Cómo definirías tu estilo como director y qué crees que aporta tu generación a la dirección orquestal en el siglo XXI?
Cada vez que estoy presente en audiciones, tanto de instrumentistas como de cantantes, me quedo pasmado con la calidad de los aspirantes. Por eso, la figura del director-profesor que tiene que ‘corregir’ ya no tiene sentido. Por supuesto que hay momentos en que hay que arreglar técnicamente un pasaje, pero hoy en día nuestra función va mucho más allá de eso. Los músicos son conscientes de lo que ofrecen y tienen derecho a recibir algo especial a cambio por parte de quien lidera el conjunto. Y no hablo solo de cuestiones musicales, sino también emocionales y psicológicas. Se supone que vivimos en la sociedad del bienestar, pero yo percibo con frecuencia mucha ansiedad y frustración que han llegado también al mundo musical. Creo que en la actualidad una de las principales labores de un director es que la ilusión se extienda tanto por el escenario como por el patio de butacas.





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