Por Andrés Ruiz Tarazona
España, país alejado de los principales centros europeos, es más bien objeto que sujeto del arte romántico. Pero eso no significa que haya carecido de Romanticismo, aunque éste, como otras cosas, sea bastante «sui generis». Incluso hoy está comprobado el papel precursor de nuestro país en algunas vertientes del romanticismo literario y hasta del musical, por ejemplo, la valoración de lo popular dentro de la canción culta, o la incorporación de lo popular a la ópera o a la zarzuela (jotas, seguidillas, boleros, etc. aparecen ya en obras líricas del período clásico).
En principio, la Guerra de la Independencia y posteriormente las leyes desamortizadoras de los bienes de la Iglesia, o las guerras civiles generadas por el tradicionalismo carlista, incidirán de modo negativo sobre la creación musical española. De una parte, por su elevado coste para el país, y de otra, por la desaparición de las capillas musicales catedralicias y la disolución de las comunidades monásticas, que habían sido focos docentes y de cultura musical muy bien organizados.
Sin embargo, pese a los obstáculos que impedían una vida musical regular y continuada, la música da un giro sustancial de cara a su supervivencia. Comienza a ser patrimonio de todos, no solo de la iglesia, de la aristocracia o de la corte y, lo que es más importante, empieza a ser cultivada por individuos ajenos a la rigurosa normativa de la música sacra.
Al equilibrio, la mesura y el buen gusto de los clásicos, se opone ahora el énfasis, la pasión, la grandilocuencia, la ruptura con lo establecido, la búsqueda de los grandes efectos, la idealización de los amores y la demonización del conservadurismo burgués. A los reducidos círculos de enseñanza musical en las capillas catedralicias y las escolanías monásticas, suceden los conservatorios municipales estatales, las escuelas nacionales de música. En Madrid, por ejemplo, se funda en 1830 el Real Conservatorio de Música María Cristina, inaugurado con toda la pompa al año siguiente, es decir, en momentos clave en la irrupción del movimiento romántico en el teatro.
Los conservatorios favorecen la difusión de la música entre la burguesía. El número de aficionados y de practicantes de la música aumenta. Ya no es sólo el salón aristocrático refugio de la música, sino la sala de conciertos que convoca a gran número de espectadores. La ópera despliega sus ambiciosas pretensiones historicistas («Guillermo Tell» de Rossini es de 1829) y obliga a la construcción de grandes teatros, donde un amplio auditorio va a disfrutar de la música o de la «grand opera». El interés por el pasado conduce al redescubrimiento de las músicas barroca y renacentista. Victor Hugo anticipó al descubrimiento de Palestrina mucho antes que Haberl, y Mendelssohn inició el gusto de nuestra época por el arte de Johann Sebastian Bach al ofrecer en la Singakademie de Berlín el 11 de marzo de 1829 «La Pasión según San Mateo».
Todas estas novedades artísticas, los cambios sociales y políticos, incidirán inmediatamente sobre el corazón mismo de la música: el compositor, un hombre inmerso en un mundo interno, angustiado por los muchos interrogantes que le plantea el mundo, a la busca de un lenguaje que le permita expresar sus aspiraciones estéticas, directamente emanadas de las cuestiones más trascendentes que le afectan: el amor, la muerte, la vida ultraterrena, la relación con la Naturaleza, la libertad, la justicia…
Es cierto que el Romanticismo, predominio del sentimiento sobre la razón, de la expresión apasionada sobre la contenida, de la exageración y la fantasía más quimérica sobre el equilibrio y la mesura, tuvo grandes figuras literarias, desde Leopardi y Novalis hasta Espronceda y Musset, desde Hölderlin y Hoffmann a Keats y Byron, pero ha sido en la música, acaso por la asemanticidad del discurso musical, donde el espíritu romántico ha encontrado su más alta expresión. Novalis entendía la música como meta inalcanzable, lo único capaz de aunar las mejores esencias del resto de las artes, como también pensaba Ludwig Tieck.
La queja roussoniana en el «Emilio»: «Yo buscaba siempre lo que no existía… ¿tengo la culpa acaso de que no exista lo que amo?». En un camino abierto a la música, capacitada mejor que arte alguno para expresar, como vehículo de lo indecible, esos anhelos de ideal. Bécquer lo resumió en la célebre rima XI, cuyos últimos versos, «soy incorpórea, soy intangible: / no puedo amarte / -Oh, ven; ven tú», lo dicen todo del hombre romántico.
Pocas personalidades encarnan mejor esas aspiraciones de perfección, bondad y belleza, que Robert Schumann, cuya obra tiene todos los ingredientes artísticos y literarios -fruto, por otra parte, de una gran cultura y una comunión plena con las inquietudes de su tiempo- para representar el ideal romántico y, a la vez, la frustración del soñador. Pero, a través de su obra para piano entra en la música un elemento que ha generado un grave error sobre la esencia misma del arte musical, el de creer que la música puede describir cosas, reflejar de algún modo el contenido de los textos literarios. Y poco a poco, se dio paso a la música instrumental, sinfónica o de cámara, con programa o argumento. La música pretendidamente descriptiva o programática va a causar grandes equívocos entre los aficionados, aunque debemos absolverla por las piezas maestras que ha suscitado a lo largo del siglo XIX y aún después.
No es éste lugar para estudiar la aportación a la historia de la música de los grandes compositores románticos, los que cubren la primera mitad del siglo XIX, comenzando por Schubert y Beethoven. De este último, figura suprema del arte musical, Schopenahuer escribió: «En una sinfonía de Beethoven oímos las voces de todas las pasiones humanas: alegría, tristeza, amor, odio, temor… y las escuchamos en todos sus matices y graduaciones, pero todo como si fuese abstracto y sin particularizar; oímos sencillamente su forma sin substancia, como un mundo puramente espiritual.»
¿Hay acaso mejor definición de lo romántico?