Por Félix Ardanaz
Sin embargo, se da la circunstancia de que este éxito tan rotundo no fue inmediato. Es más, cuando la obra ya había sido aceptada en varias ciudades, el conservador público del San Carlos de Nápoles todavía se mostraba reacio ante la novedad, como demuestra una carta de Verdi a su amigo napolitano Cesarino de Sanctis en la que le increpa: «¿Y vos me invitáis a escribir para Nápoles…?¿Con un público que se hace siempre el descontento cada vez que se le presenta algo diferente?…»
Hagamos un recorrido hacia atrás en el tiempo para conocer un poco mejor el asunto. La Traviata triunfó por primera vez el 6 de mayo de 1854, en la que fue su segunda producción, en el San Benedetto de Venecia. A partir de aquel momento su éxito fue imparable, a excepción del caso de Nápoles. No obstante, Verdi no pudo verla hasta poco antes de su muerte, en 1901, tal y como la había concebido, es decir con los personajes vestidos con trajes de mediados del XIX, que es como se representaba en el teatro «La dama de las camelias», de Alejandro Dumas hijo, drama en el que está basado la ópera. En este pequeño detalle formal, obviamente extramusical en el caso de la ópera, parecía radicar la «novedad» que algunos no estaban dispuestos a aceptar. El escritor y crítico literario francés Théophile Gautier, que presenció el estreno teatral de La dama de las Camelias el 2 de febrero de 1852 con la célebre Madame Doche como protagonista, escribía al respecto: «…Ha sido precisa una gran habilidad para llevar al teatro escenas de la vida moderna tal como ocurren en la realidad, sin paliarlas con subterfugio alguno…» Y si el público de teatro, quizá más progresista, encajó el mensaje de Dumas, que fue ovacionado el día del estreno con una lluvia de flores «que las damas se arrancaban del pecho, bañadas en lágrimas» en palabras de Gautier, los empresarios de ópera no se arriesgaron a tan atrevido experimento hasta que los trajes de 1850 ya eran historia.
Pero lo importante no era la forma, sino el trasfondo del asunto: Verdi quería poner en los escenarios de ópera algo nuevo y diferente, quería provocar a la hipócrita burguesía europea que, desde la Revolución Francesa, no hacía sino promover revoluciones ideológicas y sociales para terminar adoptando el mismo conservadurismo e injusticia contra el que pretendidamente luchaba. No olvidemos que cuando se estrena La traviata, hace tan sólo cinco años que, en Francia, se ha proclamado la Segunda República y Europa entera se convulsiona, mientras que la península italiana se ve envuelta en un auténtico revuelo: proclamación de las repúblicas de Roma, San Marcos y Toscana, en 1848, sublevación de Venecia contra la dominación austríaca ese mismo año, intensificación de la revolución nacionalista de Mazzini, etc. A la par que el proletariado y los liberales se afanan por derribar los viejos moldes, la mojigatería hace posible que la genial ópera de Verdi se titule Violetta en los Estados Pontificios, en lugar de La traviata, que no deja de ser una palabra fina con la que denominar a una prostituta.
Si seguimos retrocediendo en el tiempo, observaremos que este pavor de los empresarios, que decidieron seguir vistiendo a los personajes de La traviata a la usanza del 1700 después del fracaso estrepitoso del estreno, el 6 de marzo de 1853 en La Fenice de Venecia, se basaba en un presupuesto erróneo. Parece que el «fiasco, fiasco, fiasco…» con que Verdi se refería a aquella primera representación, en las cartas que dirigió a algunos amigos como Muzio, Ricordi o Luccardi, entre otros, se debió más a la escasa calidad de la producción y los cantantes, que al tema que aborda la ópera o a la calidad de su música. De hecho, Verdi escribió la mayor parte de la obra en los escasos cincuenta días que transcurrieron entre el estreno de Il trovatore, en Roma, en el mes de enero, y el de la propia Traviata, y terminó la instrumentación cuando ya habían comenzado los ensayos de orquesta, así que el montaje de la obra resultó un tanto precipitado. Por su parte, los cantantes no tenían fe en el proyecto y, en consecuencia, su entrega fue nula. El papel de Violetta estuvo a cargo de Fanny Salvini Donatelli, una actriz convertida en cantante, demasiado corpulenta para que resultara creíble la terrible enfermedad de su personaje, de tal guisa que el público reía, más que llorar, en la última escena el día del estreno; el tenor, Graziani, no estaba bien de voz aquella noche; y el famoso barítono Varesi, quien había encarnado el primer Rigoletto dos años antes, no se sentía cómodo en el papel de Germont, sin duelos y esas cosas tan habituales. El caso es que Verdi sabía que se la estaba jugando, pero amaba el riesgo. Era consciente del revuelo que había causado dos años antes cuando se propuso sacar a escena un jorobado en Rigoletto y, sin embargo; había triunfado con aquella ópera. El nuevo reto era, como escribiera a De Sanctis al aceptar el encargo de Marzari para La Fenice, hacer una ópera sobre «un tema de nuestro tiempo»: «…quiero temas nuevos, grandes, bellos, diferentes y audaces.»
Pero, ¿por qué La dama de las camelias? ¿Qué encontró Verdi en aquel drama que le impulsara a pedirle a Piave un libreto sobre esta obra? Cuando su amigo Giuseppe Demaldè le sugirió en 1844 que escribiera una ópera sobre Marion Delorme de Victor Hugo, Verdi rechazó la idea alegando que «la protagonista no me agrada: No me gusta poner en el escenario a una prostituta». Muchas cosas habían cambiado desde que hiciera esta afirmación, ya que ahora hacía con Marguerite Gautier lo que no quiso hacer entonces con Marion Delorme. El éxito de La dama de las camelias fue inmenso en toda Europa, pero también lo había sido la obra de Hugo. Me inclino más por una explicación de tipo personal, ya que a la historia de Violetta Valery y Alfredo Germont se le pueden acoplar tres líneas paralelas: la historia real de la cortesana Marie Duplessis y sus amores con Alejandro Dumas hijo; la novela de éste, posteriormente adaptada al teatro en la que se narra, de forma autobiográfica, la tortuosa relación entre la entretenida Marguerite Gautier y el joven Armand Duval, cuyas iniciales corresponden a las del autor; y, por último, la relación amorosa entre la soprano Giuseppina Strepponi y el propio Verdi, cuya esposa, Margherita, había fallecido en 1840. No resulta complicado establecer los parámetros en que se basan estos paralelismos. Propongo hacerlo a través de los diferentes bloques dramáticos de la obra.
Acto primero: el joven burgués declara su amor
Comienza con un breve pero bellísimo preludio en el que se presentan, a cargo de la cuerda, dos temas fundamentales: la «antesala de la muerte», que volverá a sonar en el acto tercero, cuando Violetta aparece en cama; y el «sacrificio de Violetta» que aparecerá como eje central, en el segundo acto, cuando ella canta «Amame, Alfredo…» Tras la declaración de principios que resulta ser el «Brindis», conocemos a los personajes centrales: una desenfadada y alocada Violetta Valery y un apasionado Alfredo Germont, que manifiesta su amor en «Un dì, felice, eterea…»
Verdi, Armand Duval y Alejandro Dumas son el burgués que se enamora de una joven con la que mantienen una relación «poco aceptable» para la moral al uso en su clase social. De los tres, Verdi es, sin duda, el más valiente y coherente, si bien es cierto que la Strepponi no era una cortesana, sino una artista. Terminó casándose con ella en 1859, después de vivir juntos durante varios años. En cualquier caso, el afán del compositor por reafirmar su situación con Giuseppina ante la sociedad de Busseto, ciudad en la que residían habitualmente, supuso con toda certeza un estímulo para la elección del tema.
Acto segundo: irrupción de la moral burguesa
Alfredo y Violetta viven felices en el campo. Tras el aria del tenor «Lunge da lei…», y las explicaciones necesarias para que nos demos cuenta de la honestidad del amor de Violetta, capaz de vender sus bienes para que Alfredo no tenga que mantenerla, aparece en escena Giorgio Germont. En un larguísimo dúo con la soprano, el barítono la convence de que se aparte de su hijo, en nombre de la felicidad de su familia. Lo intenta por varios métodos, pero sólo la convence cuando apela a sus nobles sentimientos, que, a la larga, demuestran ser mucho más elevados que los del supuesto baluarte de la moral y las buenas costumbres. Cuando Germont canta «Piangi, piangi, o misera…» la belleza de la música contrasta necesariamente con el sentimiento de rabia que se produce en el espectador. Instantes después, Violetta abandona a Alfredo en uno de los momentos más emocionantes de la historia de la ópera, «Amame, Alfredo…»
Respecto al personaje del padre, en la ópera Giorgio Germont, en la novela el Sr. Duval, hay quien ha querido encontrar la imagen del suegro de Verdi, Antonio Barezzi. Este comerciante de Busseto tomó al joven Verdi bajo su protección en 1823 y pagó sus estudios hasta que se casó con su hija, Margherita Barezzi, en 1836. Es cierto que tras la muerte de ésta, Barezzi escribió a Verdi alguna carta recriminándole por su relación con la Strepponi. Pero, en el fondo, tanto Verdi como el propio Dumas utilizaron este personaje en sus respectivas obras como símbolo de la hipócrita moral burguesa. Sin embargo, existe una diferencia notable entre ambos: Verdi se rebela contra esta hipocresía, mientras que en el caso de Dumas, lejos de ser su padre quien le alejara de Marie Duplessis, fue su propia conciencia; y es que Dumas hijo, aunque perdidamente enamorado de la histórica cortesana, mantuvo una dura lucha interna entre su amor y lo que sus escrúpulos le dictaban. El 30 de agosto de 1845, Dumas le dirigió una carta a Marie para romper con ella en la que decía: «Mi querida Marie, no soy lo suficientemente rico para amarte como yo querría, ni lo suficientemente pobre para ser amado como querrías tú». Esta carta se reproduce casi textualmente en su novela.
Acto tercero: reencuentro de los amantes, perdón y muerte
Tras unos ligeros números corales que permiten bajar un poco la adrenalina, preparándonos para lo que nos espera, y una desagradable escena de celos y amor-odio, que dan fin al acto anterior, el sonido del preludio a la muerte de la descarriada nos sitúa ante una Violetta enferma que espera la llegada de su amante, cuyo padre ha escrito solicitando su perdón. Mientras lee la carta, podemos escuchar el tema de la declaración de amor que cantaba el tenor en el primer acto. En el «Addio del passato…» la soprano nos hace saber que es consciente de que la muerte está cercana. El reencuentro de los amantes proporciona unos instantes de felicidad momentánea con un bello tema en «Parigi, o cara…» y Verdi hace sonar las trompas de la muerte justo antes de que Violetta invoque a Dios, al ver que ni siquiera el regreso de su amado podrá salvarla ya, en «Gran Dio! morir si giovine…», otro de los fragmentos más sobrecogedores de la obra que finaliza con la inevitable muerte de la joven. Marie Duplessis moría de tuberculosis, a los veintitrés años de edad, el 3 de febrero de 1847.
Violetta Valery, Marguerite Gautier y Marie Duplessis son, en realidad, una misma persona y, como he dicho anteriormente, no tienen nada que ver con Giuseppina Strepponi. En el capítulo II de La dama de las camelias, Dumas la describe como sigue: » …era imposible ver una belleza más encantadora que la de Marguerite. Alta y delgada hasta la exageración, poseía en sumo grado el arte de hacer desaparecer aquel olvido de la naturaleza con el simple arreglo de lo que se ponía…» «La cabeza, una maravilla, era objeto de una particular coquetería. Era muy pequeña, y su madre parecía haberla hecho así para hacerla con esmero». «Cómo la ardiente vida de Marguerite permitía que su rostro conservase la expresión virginal, incluso infantil, que lo caracterizaba, es algo que nos vemos obligados a constatar sin comprenderlo». Esta expresión virginal, unida a un carácter extremadamente refinado y a una educación exquisita, hicieron posible que aquella fantástica criatura se convirtiera en una de las más cotizadas cortesanas del París de los años cuarenta. Era un claro ejemplo de quien se sabe hacer a sí mismo partiendo de la nada. Campesina, de origen más que humilde, su verdadero nombre era Alphonsine Plessis. A los catorce años se fue a vivir a » ese populoso desierto que llaman París», donde se esmeró en mejorar su educación hasta convertirse en una refinada jovencita, amante cotizada de los más nobles, ricos y famosos de la ciudad: el Duque de Guiche, el propio Alejandro Dumas, el conde Édouard de Perregaux, quien llegó a casarse con ella en Inglaterra un año antes de su muerte, en 1846, y Franz Liszt, son algunos de los ejemplos más destacables. Éste último, que la conoció en 1845, dijo de ella: «En general no soy partidario de las Marion Delorme ni de las Manon Lescaut. Pero ésta era una excepción: tenía un gran corazón». Su refinamiento queda contrastado dando un repaso a su biblioteca, en la que, según Dumas, podía encontrarse a Molière, Walter Scott, Victor Hugo, Lamartine, e incluso El Quijote. Como guiño al mundo de la música, podemos decir que también tocaba el piano. En La dama de las camelias un divertido pasaje nos muestra a una Marguerite enfadada consigo misma porque no logra interpretar cierto fragmento de una melodía de Weber: «¡Es increíble -dijo con una auténtica entonación de niña- que no consiga tocar este pasaje! ¿Podrán creer ustedes que a veces me he tirado hasta las dos de la mañana detrás de él?». Cuando Marie Duplessis murió de tisis el 3 de febrero de 1847, Alejandro Dumas se encontraba de viaje y no regresó para verla morir como hiciera su personaje, Armand Duval. Tal vez, con este gesto, se permitió en el arte lo que no se había permitido en la vida real, y, a través de su obra, no sólo inmortalizó a Alphonsine-Marie, sino que su hipócrita sentido de la moral burguesa también la redimió de sus pecados a través de la muerte, al morir enamorada. Piave consiguió que Violetta resultara incluso más refinada y pura en los últimos momentos. ¿Quién sabe si el mismísimo Verdi no habría llegado a enamorarse de ella, si hubiera realizado su primera visita a París unos meses antes, en lugar de hacerlo en el mes de julio de 1847?