Tras pasar por Venezuela, Argentina y Costa Rica, seguimos nuestro periplo por América. Llegamos a Puerto Rico, isla que, desde sus primeras referencias, se hace eco de las virtudes y actividades de las intérpretes, pedagogas y compositoras boricuas.
Por Fabiana Sans Arcílagos & Lucía Martín-Maestro Verbo
En 1915 sale a la luz la primera edición del libro Música y Músicos Portorriqueños de Fernando Callejo. Los editores Cantero Fernández & Co. apuestan, quizá sin saberlo, por uno de los pilares más representativos de la historia de Puerto Rico. Su edición consagró a su autor como uno de los padres de la historia musical puertorriqueña (denominación que le dio Néstor Murray-Irizarry en el ensayo conmemorativo de los cien años de la primera publicación del libro), no solo por recoger en un mismo espacio un acercamiento a la historia musical de la isla, sino por ser el impulsor de la carrera de sus hijos, especialmente la de su hija Margarita Callejo Correa, a quien dedicó su obra para que pudiese hacer el examen final de la carrera, que no otra cosa es el debut de una artista (Música y Músicos Portorriqueños, página 11).
Sabemos que Margarita Callejo Correa (1893-1979), nacida en Utuado, finalmente realizó sus estudios en Milán bajo la tutela de Adelaida Borghi-Mamo. Sin embargo, no podemos ahondar mucho más en su carrera, ya que son pocos los datos que se detallan. Conocemos por las reseñas de prensa que participó en algunas temporadas musicales en su país natal como, por ejemplo, la que anuncia el diario Puerto Rico Ilustrado el 23 de abril de 1911, en el que se publica una foto de la joven en la portada, anunciando: la distinguida artista puertorriqueña que esta noche, en brillantísimo concierto, se presenta al Público de San Juan. Otra referencia se lee en 1917, año en el que debutó con la Compañía Bracale en el Teatro La Perla de Ponce con Il Pagliacci, ofreciendo ese mismo año otros conciertos en San Juan. Su nombre también aparece como una de las integrantes de la Liga Femenina Puertorriqueña, primera asociación sufragista de Puerto Rico, espacio que proporcionó a las mujeres posibilidades de estudio formales y la inclusión en sectores científicos, artísticos y públicos.
Callejo compartía asociacionismo en la Liga con otra cantante, la soprano Amalia Paoli (1861-1942), quien inicia sus estudios en su ciudad natal, Ponce, en ese tiempo, capital cultural de la isla. En este lugar tiene la posibilidad de estudiar piano con el maestro catalán José Fons y de canto con la italiana Lizzie Graham, participando activamente en la vida artística de la urbe, gracias al interés e influencia de sus padres.
Tras su presentación en el Teatro La Perla (1880) en la ópera Marina de Emilio Arrieta y su participación en otros espectáculos, parte a España a perfeccionar sus estudios. Ya en Madrid, Paoli se convierte en una revelación, llegando a presentarse frente a Isabel de Borbón y posteriormente ante los reyes. Laureada por la familia real y por su maestro, Napoleón Verger, la cantante debuta en el Teatro Real con Aída, causando, según lo que se puede leer en la prensa madrileña, gran entusiasmo entre el público y en los salones reales. Gracias a su relación con doña Isabel, esta se convierte en su protectora y en la de su hermano, Antonio Paoli, apodado Rey de los tenores, quien se convertiría, años más tarde, en uno de los tenores más famosos del mundo.
Amalia recorre algunas ciudades españolas como Barcelona, Valladolid y Valencia, lugar en el que representó, en 1889, a Elsa en la ópera Lohengrin de Wagner. Participó también en Mefistófeles de Arrigo Boito, realizando dieciocho representaciones consecutivas. Su voz recorrió Italia, Francia, Portugal, Estados Unidos, Cuba, México y Venezuela, pero Paoli paulatinamente se fue apartando de los escenarios internacionales para dedicarse al desarrollo profesional de su hermano Antonio. Regresa a Puerto Rico, estableciéndose allí definitivamente en 1924. Amalia funda el Conservatorio Paoli pero, a pesar de dejar su carrera como solista en pleno auge, es reconocida como una de las principales intérpretes de fama de la isla caribeña y una intensa luchadora por la igualdad de los derechos de la mujer.
Nos trasladamos del canto al piano, instrumento al que Ana Otero Hernández (1861-1905) dedicó su vida, convirtiéndose en una de sus más destacadas intérpretes. Anita, como era conocida en la isla, inició sus estudios siendo tan solo una niña. Su padre y primer maestro se percató de su talento y, con la ayuda de su familia, se trasladó a Barcelona para perfeccionarse en el instrumento. Destaca Basilio Serrano, en su libro Mujeres puertorriqueñas de la era del jazz (2019), que el recibimiento fue muy significativo, ya que la esperaba una comunidad puertorriqueña, que apoyó social y económicamente a la joven pianista. La prensa local se hizo eco de sus primeros conciertos, resaltando su delicadeza, precisión y buen gusto en la interpretación de las obras.
Otero aprovecha su estancia en Europa y se traslada a Francia, estudiando, además de piano, composición con Alexis-Henri Fissot en el Conservatorio de París. En esta ciudad también conoce al pianista Antoine François Marmontel, quien la aconsejó en la técnica del piano. En 1888, la joven regresa a Barcelona, año en el que conoce a Isaac Albéniz. Según Serrano, el pianista quedó tan impresionado con las habilidades de Otero que decidió dedicarle algunas de sus obras. Anita continúa sus conciertos entre España y Francia, país en el que se presentó en la famosa Sala Pleyel. Triunfante, se traslada en 1890 a Puerto Rico para realizar una gira de conciertos por la isla y dos años más tarde por algunos países latinoamericanos como Venezuela, Colombia, Curazao, Costa Rica y finalmente Estados Unidos, país en el que estrena su obra La Borinqueña, llamando la atención del poeta Rubén Darío y de José Martí, quien le dedica unas palabras en el diario Patria del 20 de agosto de 1892.
Ana no solo se dedicó al piano, sino a la composición, con obras como Un atrevimiento o Premiere pensée. Valse sentimentale pour piano; a la dirección, llevando a algunas bandas insulares; y la docencia, vocación que la llevó a crear la Academia de Música Otero en San Juan en 1901. Cuatro años más tarde, la muerte la sorprende, dejando a Puerto Rico desolado con la desaparición física de una de sus más grandes representantes.
El legado de Anita trascendió entre sus discípulas, siendo una de sus estudiantes más destacadas la compositora Monserrate Ferrer Otero (1882-1966). Nacida en San Juan, esta joven emprendió sus estudios musicales con el piano, instrumento al que se dedicó con vehemencia. Pero, este quedaría relegado por la que fue su verdadera pasión, la composición. Su incursión en este mundo la realiza a través de sus profesores Julio Arteaga, Gonzalo Núñez Rivera y Arístides Chavier Arévalo, quienes le enseñaron la base de este arte. En 1910 recibe su primer premio, destacando con honores en el Certamen de Bayamón por su obra Apolo. Años más tarde es premiada en el Certamen del Ateneo Puertorriqueño por su Danza (este nombre se lo da Fernando Callejo en Música y Músicos Portorriqueño, pero la Dra. Ana María Hernández Candelas, en su texto sobre Compositoras Puertorriqueñas de Música Clásica, indica que el título de la obra era Vals Ideal), obra que, según Fernando Callejo destacó por la belleza de la melodía, estilo original, elegancia sin efectismos del acompañamiento y pureza del ritmo, placenteramente criollo; en 1913 es laureada en el Certamen de Escritores y Artistas de Ponce con su obra Ensueño de gloria.
Sus composiciones abarcan música sacra, villancicos y aguinaldos, aunque se centra principalmente en obras para piano y voz, cultivando la danza nacional como un estilo propio que se merece estandarizar más allá de los salones de baile. Según comenta Ana María Hernández Candelas, Monserrate amplió el lenguaje armónico de estas danzas, además de hacer la notación más precisa para hacer más fácil la interpretación de las mismas. Su asesoría en 1956 para el establecimiento del Conservatorio Nacional de Música de Puerto Rico fue fundamental en la visibilización e importancia de Ferrer Otero como figura musical de la isla. Su música aún espera ser ejecutada y estudiada, ya que gran parte de ella se encuentra inédita.
Es impresionante y motivador ver cómo el país boricua ha tratado en la historia a sus mujeres intérpretes, docentes y compositoras. Si bien es cierto que el proceso de reconstrucción histórico-musical está aún en proceso, no deja de ser admirable cómo, desde aquella primera edición de 1915 escrita y recopilada por Callejo, se dejan ver gran cantidad de nombres femeninos, como los nombrados y otros que estuvieron presentes como las cantantes Cecilia Bruno de Cañellas, Alicia Felici, Sarah Furnis, Isabel Gimenes Sicardó o Isabel Oller de Paniagua que, bien haciendo carrera artística o no, son reconocidas por su labor musical en esos primeros momentos de Puerto Rico. No debemos olvidar a las compositoras Awilda Villarini, Genoveva de Arteaga, Mercedes Arias, Sonia Morales y otros tantos nombres que han hecho y hacen de Puerto Rico una isla con historia y encanto musical.
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