Por José Luis García del Busto
Por mucho que lo vivamos prácticamente a diario, los músicos no nos acostrumbramos a los distingos que la gente de nuestro entorno suele hacer al tratar de música con respecto a cómo se manifiesta en su relación con las otras artes o con las letras. Ciertamente, no es obligatorio disfrutar de la música, como tampoco lo es disfrutar de la pintura o de la escultura, de la poesía o de la novela, ni siquiera de las puestas de sol, pero sucede que, entre el personal cultivado, hay generalizado consenso sobre el hecho de que la pintura o la literatura constituyen un bien cultural al que no es de recibo dar la espalda, mientras que de la música cabe «pasar» sin rubor. Si uno no lee, lo vive como defecto (en sentido etimológico) y, consecuentemente, propende a disimularlo. Si uno no ha visitado nunca cabalmente el Museo del Prado se cuida de proclamarlo y si durante una conversación amistosa llega el caso, por ejemplo, de comentar la exposición Goya que no ha visto, probablemente no dirá «no he ido», sino «aún no he ido»…
Esta especie de mala conciencia que generamos los españolitos cultivados con respecto a determinadas manifestaciones de la cultura, y que muy a menudo suplimos a base de información (siempre hay un reportaje en la tele, o una tertulia en la radio o un artículo en el periódico que nos permite saber de qué va aquello a lo que no hemos dedicado tiempo porque no hemos podido o no hemos querido), no suele darse en materia musical. El desparpajo es total a la hora de proclamar la ignorancia musical propia. No hacen falta coartadas para encubrirla, ni se siente el interfecto en la necesidad de suplirla con una «información» a la que, por otra parte, no iba a tener acceso fácil: de las exposiciones Goya, Dalí o Antonio López, como del último libro de Cela o García Márquez, llueve la información en todos los medios (¿cómo los medios van a dar la espalda a la Cultura?), pero de los eventos musicales no. La música, en los medios de mayor alcance, aparece con contundencia muy pocas veces y, cuando lo hace, suele ser un espejismo pues, por lo común, no tratan de música sino de intérpretes, y en la sección de Espectáculos, naturalmente.
Recuerdo de mis tiempos de estudiante de Bachillerato cómo en el programa oficial de la asignatura «Historia del Arte», que se daba en sexto curso, había una leccíón, una, de Música. Recuerdo que el profe se la saltaba, como, según supe, solía hacerse en tantos otros centros. Recuerdo de mis tiempos de profesor de BUP cómo, cuando se implantó la asignatura de «Música» en el primer curso, en tantos centros comenzó a impartirla cualquier profesor de la plantilla, cualquiera, que anduviera necesitado de hacer horas para completar su dedicación «plena» o «exclusiva». La música, en efecto, ha sido y es, entre nosotros, pasto de distingos. Hasta el modo de disfrutarla es muchísimas veces distinto. No he visto a conductores, sumidos en los atascos de nuestras grandes ciudades, leyendo a Joyce; ni es frecuente encontrar en la guantera los Sonetos de Garcilaso, cuya extensión parece calculada para ser disfrutado uno a uno en los semáforos y cuya expresividad sosegada parece pintiparada para poner coto al stress; pero sí es frecuente aprovechar estas situaciones enojosas, este tiempo fatalmente perdido, para saldar deudas con Vivaldi, con escogidos coros de ópera o con adagios inmortales. No es frecuente encontrarse en salas de espera con catálogos de Van Gogh ni con ediciones de cuentos de Borges, pero sí que le obsequien a uno con Brahms reducido a polución sonora ambiental. No es frecuente que, en la sobremesa de una grata cena, el anfitrión ose dirigir la atención de sus invitados hacia la lectura en voz alta de poemas de Valente, pero no faltará el exquisito CD sonando de fondo para que la música amenice la charla. Etcétera.
Y la música es distinta, en efecto. Es un arte hecho de materia prima inaprehensible y volandera: sonidos que transcurren en el tiempo. Su esencia es bien distinta a la de las artes plásticas. El espectador situado frente a un cuadro tiene ante sí, desde el primer golpe de vista, su contenido. Podrá estar capacitado o no para su análisis y, de estarlo, tal análisis podrá llevarle poco o mucho tiempo, pero en cuestión de segundos tiene la sensación de haber «captado» esa obra de arte y de estar en condiciones de decidir si le gusta o no e incluso de explicar por qué (aunque es obvio que a nadie tiene que dar explicaciones de ello). Otro tanto sucede con los volúmenes de una pieza escultórica o con los volúmenes y espacios de una obra arquitectónica contemplable en dimensión artística. Por eso no es frecuente que gentes cultivadas espeten cada dos por tres eso de «yo no entiendo nada de pintura» o «para mí, la escultura es como si me hablaran en chino», como a menudo escuchamos en relación con la música.
Sucede, por una parte, que nuestros sistemas de enseñanza marginaron siempre a la música (y no me refiero a la enseñanza de la técnica musical, sino al tratamiento de la música como materia histórico-artística) y, por otra, que las actitudes personales por acercarse a su disfrute chocan a menudo con la especificidad del hecho musical a la que vagamente nos referíamos arriba.
El aspecto de la captación de la forma me parece esencial en cuanto a esto. Muy a menudo, el latiguillo «no entiendo de música» se debe traducir como «no capto la forma musical». Pues, en efecto, quien eso dice no diría «no entiendo de pintura» y, en rigor, es muy probable que pudiera decirlo con idéntica adecuación: sucede que su captación de la forma pictórica le da claves para su comprensión, mientras que frente a una obra musical de mediana envergadura se siente «desarmado», sin claves de criterio. Esto cobra mayor evidencia al constatar la relación de innumerables aficionados a la música con la creación contemporánea. Un aficionado tipo ha escuchado muchas sinfonías de Haydn, Mozart, Beethoven, Schubert, Schumann, Brahms y Mahler y, así, puesto en tesitura de escuchar por vez primera una sinfonía de estos u otros autores de estas épocas, se siente con criterio para disfrutarla y, en su caso, juzgarla desde su primer contacto auditivo con ella: conoce la forma y, en ella, cobra sentido el contenido. Pero -ay- una de las conquistas del arte contemporáneo consiste en la no asunción sistemática de las formas preestablecidas, en el libre planteamiento, cada vez, de la forma adecuada al contenido ideado. Y para mí tengo que la incomprensión que muchas veces se produce entre melómanos y música nueva no es tanto rechazo del lenguaje cuanto dificultad para la captación formal. Pero sucede que en la obra de arte plástica, la forma está ahí, fija y dispuesta no ya a ser captada sino a imponerse con contundencia desde el momento en que el espectador dirige a ella sus ojos, mientras que la obra de arte musical, para dejar captar su forma, requiere la concentración intelectual del oyente al menos durante la duración real de la obra; y normalmente no bastará con una sola audición. Y ¿está siempre dispuesto el aficionado a escuchar música a llevar a cabo ese ejercicio? ¿No se da a menudo una manera de escucha parcial, por fragmentaria o por repartida con otra actividad pensante?.
El discurso musical es especialmente exigente. Cuando nos quedamos dormidos leyendo una novela, al día siguiente volvemos atrás porque «hemos perdido el hilo», pero, si en un concierto o en una audición de radio estamos escuchando música no bien conocida de antemano y se nos va la mente a otro asunto, no podemos hacer lo mismo y acabaremos fatalmente por tener una impresión sólo fragmentaria de la obra en cuestión. Y no olvidemos que, si al oído de cualquier aficionado, un fragmento de una sinfonía de Dvorak -aunque nunca la hubiera escuchado antes- puede resultar «significante», porque su contenido «temático» puede darle un cierto valor autónomo, difícilmente obraría el mismo efecto un fragmento descontextualizado de La consagración de la primavera y, mucho menos aún, de la Sinfonía de Berio. Pero ello no dice nada ni en favor ni en contra de unas músicas y otras y, por supuesto, no es nada privativo de la música: véase cómo si un pequeño detalle de La familia de Carlos IV de Goya puede decir «algo», otro de La estación de Saint Lazare de Monet dirá muy poco, y otro de cualquier composición de Paul Klee, absolutamente nada. Pretender captar el contenido musical de una partitura oyéndola fragmentariamente, o como compañía de otra actividad, equivaldría a pretender haber captado cómo es La Gioconda después de haber visto algún detalle parcial reproducido en distintas secuencias de una película de aventuras.
Pero el lector de este prolijo texto no responde al patrón dibujado más arriba. Si está empleando su precioso tiempo en leer una nueva revista musical parece seguro que «entiende de música» o, cuanto menos, que aspira a ello. En todo caso no es de los que alardean de «no entender». Esta sección se inicia con la voluntad de ofrecer, de maneras muy varias, vías que faciliten el acceso a esa clave decisiva para penetrar en el fondo de la música de cualquier época o género como es la aprehensión de su forma, del molde externo y de los procesos internos, de la macroforma y de las microformas. Es, en efecto, una clave decisiva, porque, si forma y contenido son inseparables en cualquier obra de arte, en música esto resulta tan manifiesto que, con frecuencia, ambos conceptos resultan ser una misma cosa.