Frédéric Chopin fue el genio romántico que hizo de la música su poesía. Su complejo mundo interior dotó a su lenguaje de una elegante sofisticación que impregna a toda su obra, y de la cual emanó una magistral técnica pianística que redefinió los límites del instrumento no solo en cuanto a posibilidades sonoras se refiere, sino que también impulsó el desarrollo de nuevas formas de expresión y ejecución sobre el teclado.
Por Gregorio Benítez
Polonia
Chopin demostró un talento musical extraordinario desde muy temprana edad. Nacido el 1 de marzo de 1810 en el efímero Gran Ducado de Varsovia, establecido por Napoleón tan solo unos años antes, creció en una atmósfera familiar donde el amor por las artes estaba fuertemente arraigado. Su madre, Justyna, era descendiente de una familia de origen noble venida a menos, pero era una mujer culta y tocaba el piano desde pequeña. Por su parte, su padre era un profesor francés que en 1787 —siendo aún un adolescente— había emigrado desde la cordillera de los Vosgos a la lejana Varsovia. También tenía inclinación por la música y era un gran aficionado que tocaba el violín y la flauta. No es de extrañar que el ambiente musical que se respiraba en el hogar propiciara que Chopin empezara a componer música en el piano con tan solo 6 años, comenzando a recibir sus primeras lecciones a los 7 y dando su primer concierto público un año más tarde.
Enfermizo e inteligente, fue un niño que mostró con frecuencia síntomas de una salud quebradiza a causa de continuas bronquitis y numerosas recaídas. Sin embargo, aquel escuálido chiquillo de rostro lívido demostraba —a pesar de su fragilidad— unas aptitudes fuera de lo común, denotando —además de una predisposición al piano insólita— un gusto por la música popular de la que dan buena muestra ya sus primeras composiciones. En estas, como en su temprana Polonesa en Sol menor (1817), se aprecia claramente la influencia de melodías campesinas, y será ese sabor a Polonia lo que Chopin convierta en algo universal, que trascienda las fronteras. Precisamente, la dramática opresión que sufría el pueblo polaco no solo terminaría por acrecentar esta sensibilidad nacionalista presente desde sus inicios, sino que definitivamente cambiaría el curso de su vida.
En otoño de 1830 —y sin saberlo aún— Chopin dejaría para siempre su patria, tan solo unas semanas antes del brutal ataque del ejército del zar a su país y que daría lugar al heroico levantamiento de Varsovia. Esta insurrección —al igual que las de 1846 y 1848— fracasaría de manera rotunda, afectando arduamente a la ya de por sí vulnerable Polonia. Aunque esta sublevación contra el invasor ruso le sorprendió mientras se encontraba en Stuttgart de viaje hacia París, los desafortunados acontecimientos fueron vividos en el corazón y la psique de aquel joven como en primera persona, convirtiéndose Polonia —su Polonia— en sinónimo de anhelo y nostalgia sempiterna. Desde la capital gala, donde finalmente se establecería hasta su muerte, este expatriado se erigió en el sonido de un pueblo que supo reconocer —aún a día de hoy— en la voz de este prodigioso artista su propia voz.
Los conciertos para piano
Cuando Chopin llegó a París en octubre de 1831, sus dos únicos conciertos para piano viajaron con él, convirtiéndose en una especie de tarjeta de presentación empleada como valiosa herramienta para autopromocionarse entre las altas esferas. Ambas obras le ayudarían a integrarse sin dilación en la comunidad de literatos, compositores, financieros e intelectuales que habían convertido a la ciudad del Sena en el epicentro cultural de Europa. Escritos entre los 19 y 20 años, estas dos partituras fueron concebidas principalmente para su uso personal y —a diferencia de muchas otras que conforman su extenso catálogo creativo— dentro de la literatura pianística no marcan un punto de inflexión; llegando a manifestar biógrafos como Frederick Niecks, que el compositor carecía de las cualidades indispensables para cultivar con éxito obras de gran formato y dominar el tejido orquestal, al tener subyugadas siempre sus ideas a la idiosincrasia del lenguaje estrictamente pianístico.
En cualquier caso, lo único incuestionable es que estos dos conciertos son las composiciones que más han trascendido de su período polaco entre los concertistas. En ambos casos, la escritura se caracteriza por enfatizar el papel del solista (con copiosos pasajes cristalinos y de deslumbrante virtuosismo) mientras que la orquesta tiene una contribución meramente funcional, cumpliendo el rol secundario de acompañar, como si de telón de fondo se tratara, al monólogo incesante del único protagonista: el piano.
El Concierto núm. 1, opus 11
Si bien es verdad que los conciertos para piano de Chopin han sido eclipsados por la descomunal brillantez de otras composiciones suyas, no es menos cierto que estas carencias sometidas a crítica a lo largo del tiempo se compensan por su impactante originalidad. De ello, el Concierto núm. 1 es buena muestra, aunque, curiosamente, este concierto que hoy conocemos como el primero sea en realidad el segundo en componerse. Fue estrenado por Chopin el 11 de octubre de 1830, en la que estaba llamada a ser su última aparición pública en la capital polaca.
El primer movimiento (en forma sonata) se abre con una extensa introducción orquestal que imprime una fuerte tensión dramática. La orquesta presenta un tema vigoroso, cuyo aire enérgico captura la atención del oyente desde el primer instante, y da paso a otro tema secundario en la misma tonalidad de Mi menor (pero de tono elegíaco) introducido por las cuerdas y las maderas. Más delicado y sentimental, el tinte melancólico proporciona un contraste notable con el tema inicial. El piano brota al final de la exposición orquestal, reiterando con autoridad el tema principal e introduciendo hermosos adornos mientras recapitula la introducción orquestal. El solista presenta primero el tema en Mi menor y luego el segundo tema B en la tonalidad paralela de Mi mayor. Todo este Allegro maestoso es muestra de la habilidad de Chopin para asociar exigentes filigranas técnicas con la expresión melódica más profunda.
En el movimiento lento, marcado como ‘Romanza’, la conmovedora atmósfera nos transporta a un estado de contemplación, de cuya música el propio Chopin decía que evocaba en el alma ‘recuerdos hermosos, por ejemplo, una hermosa noche de primavera iluminada por la luna’. Todo el movimiento es un flujo continuo de una sencilla canción introspectiva —con la refinada ornamentación típica de Chopin— que tiene su origen en una tierna melodía que alcanzará cotas de una sensibilidad extrema; ilustrando el excepcional don de Chopin para expresarse a través de los recursos pianísticos.
El último movimiento es un rondó, que atravesó por un proceso de gestación bastante dificultoso. Aquí, Chopin sazona sus páginas con un toque nacional, asemejándose su ritmo predominante al krakowiak, un baile popular a dos pasos ejecutados en ágiles ritmos apuntillados. Sus intrincadas síncopas y cambios de tempo permiten a Chopin la interacción entre secciones de gran intensidad y gentil lirismo. Aunque el concierto se desarrolla íntegramente sin una cadenza para el lucimiento del pianista, el efecto de la parte solista es el de una magistral combinación de espectaculares exigencias atléticas sumidas a la belleza global de la obra.
El Concierto núm. 2, opus 21
El concierto en Fa menor se escuchó por primera el 17 de marzo de 1830 sobre el escenario del Teatro Nacional de Varsovia. Ese estreno, que fue la primera aparición verdaderamente relevante de Chopin hasta el momento, estuvo precedido por dos representaciones semiprivadas en el salón de los Chopin, el primero entre familiares y amigos cercanos, y el segundo en presencia de la élite cultural local. Es fácil apreciar en los contornos melódicos de este concierto la inspiración de las arias operísticas de Bellini, un paralelismo que advierte la admiración recíproca que compartieron estos dos grandes.
El primer movimiento, Maestoso, comienza con un amplio pasaje orquestal que introduce sus temas principales. El primero, es una idea dolorosa con marcados contrastes dinámicos en Fa menor que se asienta sobre un descenso cromático llamado ‘basso di lamento‘, pero de aire casi marcial (algo bastante frecuente en muchas óperas italianas de la época). El segundo, por su parte, es mucho más afectuoso y se presenta por los vientos en la bemol mayor. Cuando el piano irrumpe, reinterpreta estos dos temas desde el prisma de la inventiva chopiniana, olvidándonos de que nos encontramos ante un instrumento de percusión, pues sus expresivos adornos y suaves siluetas melódicas lo acercan más a la naturaleza del bel canto. En el desarrollo, la música arranca adoptando un clima meditativo, para desatar inexorablemente una tumultuosa explosión —como si de una lucha interior se tratara— provocada por el torrente frenético del solista. Mientras tanto, la orquesta actúa como una extensión del piano, añadiendo una capa de halo tímbrico que también se encarga de interpretar motivos fragmentados de los temas previos. Después de un apaciguamiento de toda esta efervescencia, regresa la reexposición, presentando de nuevo los temas principales antes de que el movimiento concluya con una coda orquestal.
El segundo movimiento posee tal encanto que podría decirse que justifica la existencia de toda la obra. La orquesta nos transporta a una dimensión onírica que es seguida con la entrada del solista, donde, en palabras de Jarosław Iwaszkiewicz, el piano suena como ‘la apertura de una puerta a un refugio de amor y paz’. Este nocturno repleto de etéreas filigranas en el teclado, y dispuesto en forma ternaria, está inspirado por Konstancja Gładkowska, una joven soprano de la que Chopin estuvo enamorado durante esos años. Un aura de agitación asalta la sección central, revelando una emoción previamente contenida antes de que la calma se restaure en el final de este Larghetto.
De una condición opuesta —notoriamente más desenfadada— resulta el jocoso Allegro vivace; un rondó donde el aroma a mazurca rocía numerosos compases. En los episodios intermedios, un acento de danza distinto se anuncia, mezclándose lo rústico con lo festivo, lo impetuoso y lo jovial. El piano es nuevamente el principal portador del material temático en este finale que culmina, tras una llamada de trompa, en una deslumbrante coda en Fa mayor.
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